Quienes lleváis tiempo por aquí sabéis que en 2013 dedicamos toda una serie de entradas a Tubular Bells por su 40 aniversario. Llevo meses pensando sobre qué más hablar en este 50 aniversario que se cumple hoy mismo y no se me ha ocurrido nada. La verdad es que Tubular Bells es un disco tan exageradamente conocido que es dificilísimo aportar una anécdota nueva que no se haya repetido miles de veces en artículos de prensa, libros monográficos sobre Mike Oldfield o sobre cómo se compuso y se grabó el propio álbum, programas de televisión, blogs o podcasts de muy diversas temáticas, desde los cinematográficos a los ufológicos.
Tubular Bells podría ser uno de los trabajos musicales de la órbita pop que más tinta han hecho correr a lo largo de los años. Prácticamente todos los aniversarios desde el mismo 1973 en que se publicó hay como mínimo una decena de artículos de la prensa de prestigio -nacional e internacional- comentándolo, y si incluimos el mundo de los blogs y las redes sociales, estaríamos hablando de cientos. ¿Por qué? No lo sé exactamente. Al fin y al cabo, yo no soy más que un aficionado como cualquier otro y solo puedo fiarme de mis propias impresiones, tanto hablando hoy de este álbum legendario como cuando me aproximo a cualquier otro trabajo a través de este viejo blog. Afirmo que Tubular Bells, el fenómeno, la revolución, es un misterio y ahí radica parte de su carácter perenne.
Yo vivo en España, y como sé que hay muchos lectores que nos siguen desde otros países, me gusta recordar de vez en cuando que Mike Oldfield es, por lo menos para quienes nos movemos entre los 35 y los 55 años, uno de los artistas internacionales más queridos en nuestro país. Y no estamos hablando solo de Tubular Bells, sino de toda la discografía del músico británico, incluyendo muchos de los álbumes menos esenciales de su última etapa. Aquí el de Mike Oldfield es un nombre sacrosanto entre los aficionados con algo de rodaje.
Creo que el auge de Oldfield en los años setenta y comienzos de los ochenta, al coincidir con la plena apertura de España al resto del mundo tras la dictadura franquista, supuso un descubrimiento feliz y a la vez desconcertante para nuestros melómanos. En un contexto en el que parecía que solo existía el folclore de peineta y los cantantes de baladas afincados aquí, lo que había llegado poco antes estaba troceado por las dificultades de la importación y se lo calificaba de hippy o yeyé, rarezas decadentes para snobs porretas con el pelo largo.
Pero los "boomers" aumentaron su poder adquisitivo, se fueron a las tiendas de discos y a los expositores de las gasolineras y entraron en barrena en nuestros hogares grupos como Queen, Supertramp o Dire Straits, sin olvidar a ABBA y los Bee Gees. Si todo aquello -incluso sin entender ni papa de inglés- hizo que nos estallase la cabeza, supongo que escuchar por primera vez Tubular Bells debió ser para más de uno como si lo atropellase un tren. Tenía el lustre de lo extranjero y moderno, era guay, era elegante, no se parecía a nada de lo que se hacía aquí, era tremendamente accesible. Sonaba en una película polémica como pocas, El exorcista. Y esa portada maravillosa. Los españoles de la EGB (la Educación General Básica, sistema educativo vigente desde los años setenta hasta los noventa) amamos a Mike Oldfield porque entendimos su música desde el principio.
Creo que esta es la clave del misterio de Tubular Bells, que con toda la complejidad de su composición, al fin y al cabo es un disco fácil de disfrutar en el que se aprecia su genialidad a la primera escucha. No es una obra conceptual, no hay canciones en las que leer entre líneas, no responde a una coyuntura social o política, no hay que estar muy puesto en el art rock o el rock progresivo (tendencias a las que suele asociarse) para disfrutarlo. Lo único que exige Tubular Bells son 50 minutos sin otra obligación que la de poner atención para paladear las melodías, para descubrir sobre la marcha la perfecta estructura sinfónica de su primera mitad y los evocadores experimentos de la segunda, y sobre todo para apreciar la música de Mike Oldfield como un ejercicio purista de virtuosismo e imaginación sin límites.
El propio Mike Oldfield, a veces dado a la hipérbole, ha dicho varias veces que no cree que haya pasado nada importante en la música desde Tubular Bells, y aunque esta afirmación nos hace sonreír sin más remedio, en los últimos años estamos descubriendo que, efectivamente, mucho de lo que se consume hoy en día en el mundo del entretenimiento existe gracias a la nostalgia por muchas cosas geniales que no se han visto igualadas después. Han pasado mil cosas importantes en la música en el último medio siglo, acabáramos, pero seguimos regresando a aquella época una y otra vez porque fue entonces cuando se fraguaron las bases de la cultura popular actual.
¿Estoy exagerando? Piensa seriamente si crees que en los años setenta hubo un "revival" de lo que se llevaba en los años veinte, o si en los ochenta se pusieron de moda los treinta y en los noventa los cuarenta. Por supuesto que no. Cualquier modernillo indie con algo de cultura reconoce que sus artistas de culto actuales no existirían sin la impronta de Pink Floyd y David Bowie. Cualquier aficionado a la electrónica sabe que no habría Tomorrowland sin Jarre, Tangerine Dream y Kraftwerk. Cualquier friki sabe que el sanctasanctórum de la cultura nerd se erigió sobre el redescubrimiento que hicieron entonces los universitarios de El señor de los anillos, sobre las reposiciones de la serie Star Trek y el estreno de la saga Star Wars. Cualquier cinéfilo sabe que no ha habido una generación de cineastas tan decisiva para las películas comerciales actuales como la de Scorsese, Spielberg, Coppola y Lucas. Que no habría Call of Duty ni League of Legends sin Pong, Space Invaders y Pac-Man.
Tubular Bells estuvo en ese mismo meollo desde el minuto uno, y a pesar de que muchas de sus soluciones de producción suenan antiguas por lo artesanal, ese "algo" inexplicable y vibrante que tiene dentro sigue estando vivo. Basta con escuchar la versión que Oldfield regrabó a comienzos de este siglo para apreciar que, con todas sus cortinillas y su producción artificial, hace sonar la música de aquel viejo vinilo como si hubiese sido compuesta en 2003. Eso mismo siento mientras escucho la versión dulzona que ha grabado la Royal Philharmonic Orchestra para este 50 aniversario, que Tubular Bells es una obra atemporal y que puede resistir casi cualquier ocurrencia que lleve su nombre o su logo.
Yo empecé a conocer la música de Mike Oldfield en la Navidad de 1994 a 1995, cuando me regalaron el CD de The Songs of Distant Earth. Me gustó de primeras pero no le hice mucho caso. Después, por curiosidad, un buen amigo del instituto me grabó en casete Tubular Bells II (recordaba aquel tema con gaitas que estuvo en la lista de Los 40 Principales) y empezó la verdadera fiebre. Nunca había escuchado nada parecido. En realidad, ni siquiera imaginaba que podía existir algo así y me lo había estado perdiendo toda mi vida. Me lo bebí una y otra vez hasta memorizar cada nota. El Tubular Bells original cayó en mis manos poco después, ya que por entonces no era fácil de localizar en los comercios de provincias. Creo que no llegué a apreciar Tubular Bells en su verdadero esplendor hasta algún tiempo después, y aunque sigo pensando que Mike Oldfield subió el listón con Ommadawn, entiendo perfectamente que Tubular Bells seguirá siendo su obra imprescindible por antonomasia, un icono asociado a su nombre del que, a diferencia de lo que suele ocurrir en estos casos, su autor nunca ha renegado. ¡Felices 50!