jueves, 25 de mayo de 2023

50 años de Tubular Bells. Y de muchas más cosas.

Quienes lleváis tiempo por aquí sabéis que en 2013 dedicamos toda una serie de entradas a Tubular Bells por su 40 aniversario. Llevo meses pensando sobre qué más hablar en este 50 aniversario que se cumple hoy mismo y no se me ha ocurrido nada. La verdad es que Tubular Bells es un disco tan exageradamente conocido que es dificilísimo aportar una anécdota nueva que no se haya repetido miles de veces en artículos de prensa, libros monográficos sobre Mike Oldfield o sobre cómo se compuso y se grabó el propio álbum, programas de televisión, blogs o podcasts de muy diversas temáticas, desde los cinematográficos a los ufológicos.

Tubular Bells podría ser uno de los trabajos musicales de la órbita pop que más tinta han hecho correr a lo largo de los años. Prácticamente todos los aniversarios desde el mismo 1973 en que se publicó hay como mínimo una decena de artículos de la prensa de prestigio -nacional e internacional- comentándolo, y si incluimos el mundo de los blogs y las redes sociales, estaríamos hablando de cientos. ¿Por qué? No lo sé exactamente. Al fin y al cabo, yo no soy más que un aficionado como cualquier otro y solo puedo fiarme de mis propias impresiones, tanto hablando hoy de este álbum legendario como cuando me aproximo a cualquier otro trabajo a través de este viejo blog. Afirmo que Tubular Bells, el fenómeno, la revolución, es un misterio y ahí radica parte de su carácter perenne.

Yo vivo en España, y como sé que hay muchos lectores que nos siguen desde otros países, me gusta recordar de vez en cuando que Mike Oldfield es, por lo menos para quienes nos movemos entre los 35 y los 55 años, uno de los artistas internacionales más queridos en nuestro país. Y no estamos hablando solo de Tubular Bells, sino de toda la discografía del músico británico, incluyendo muchos de los álbumes menos esenciales de su última etapa. Aquí el de Mike Oldfield es un nombre sacrosanto entre los aficionados con algo de rodaje.

Mike Oldfield en una imagen de la época.

Creo que el auge de Oldfield en los años setenta y comienzos de los ochenta, al coincidir con la plena apertura de España al resto del mundo tras la dictadura franquista, supuso un descubrimiento feliz y a la vez desconcertante para nuestros melómanos. En un contexto en el que parecía que solo existía el folclore de peineta y los cantantes de baladas afincados aquí, lo que había llegado poco antes estaba troceado por las dificultades de la importación y se lo calificaba de hippy o yeyé, rarezas decadentes para snobs porretas con el pelo largo.

Pero los "boomers" aumentaron su poder adquisitivo, se fueron a las tiendas de discos y a los expositores de las gasolineras y entraron en barrena en nuestros hogares grupos como Queen, Supertramp o Dire Straits, sin olvidar a ABBA y los Bee Gees. Si todo aquello -incluso sin entender ni papa de inglés- hizo que nos estallase la cabeza, supongo que escuchar por primera vez Tubular Bells debió ser para más de uno como si lo atropellase un tren. Tenía el lustre de lo extranjero y moderno, era guay, era elegante, no se parecía a nada de lo que se hacía aquí, era tremendamente accesible. Sonaba en una película polémica como pocas, El exorcista. Y esa portada maravillosa. Los españoles de la EGB (la Educación General Básica, sistema educativo vigente desde los años setenta hasta los noventa) amamos a Mike Oldfield porque entendimos su música desde el principio.

Creo que esta es la clave del misterio de Tubular Bells, que con toda la complejidad de su composición, al fin y al cabo es un disco fácil de disfrutar en el que se aprecia su genialidad a la primera escucha. No es una obra conceptual, no hay canciones en las que leer entre líneas, no responde a una coyuntura social o política, no hay que estar muy puesto en el art rock o el rock progresivo (tendencias a las que suele asociarse) para disfrutarlo. Lo único que exige Tubular Bells son 50 minutos sin otra obligación que la de poner atención para paladear las melodías, para descubrir sobre la marcha la perfecta estructura sinfónica de su primera mitad y los evocadores experimentos de la segunda, y sobre todo para apreciar la música de Mike Oldfield como un ejercicio purista de virtuosismo e imaginación sin límites.

La galleta de un vinilo de Tubular Bells, con el logo de Virgin creado por Roger Dean. 

El propio Mike Oldfield, a veces dado a la hipérbole, ha dicho varias veces que no cree que haya pasado nada importante en la música desde Tubular Bells, y aunque esta afirmación nos hace sonreír sin más remedio, en los últimos años estamos descubriendo que, efectivamente, mucho de lo que se consume hoy en día en el mundo del entretenimiento existe gracias a la nostalgia por muchas cosas geniales que no se han visto igualadas después. Han pasado mil cosas importantes en la música en el último medio siglo, acabáramos, pero seguimos regresando a aquella época una y otra vez porque fue entonces cuando se fraguaron las bases de la cultura popular actual. 

¿Estoy exagerando? Piensa seriamente si crees que en los años setenta hubo un "revival" de lo que se llevaba en los años veinte, o si en los ochenta se pusieron de moda los treinta y en los noventa los cuarenta. Por supuesto que no. Cualquier modernillo indie con algo de cultura reconoce que sus artistas de culto actuales no existirían sin la impronta de Pink Floyd y David Bowie. Cualquier aficionado a la electrónica sabe que no habría Tomorrowland sin Jarre, Tangerine Dream y Kraftwerk. Cualquier friki sabe que el sanctasanctórum de la cultura nerd se erigió sobre el redescubrimiento que hicieron entonces los universitarios de El señor de los anillos, sobre las reposiciones de la serie Star Trek y el estreno de la saga Star Wars. Cualquier cinéfilo sabe que no ha habido una generación de cineastas tan decisiva para las películas comerciales actuales como la de Scorsese, Spielberg, Coppola y Lucas. Que no habría Call of Duty ni League of Legends sin Pong, Space Invaders y Pac-Man.

Un Mike Oldfield maduro, en el documental de la BBC sobre Tubular Bells.

Tubular Bells estuvo en ese mismo meollo desde el minuto uno, y a pesar de que muchas de sus soluciones de producción suenan antiguas por lo artesanal, ese "algo" inexplicable y vibrante que tiene dentro sigue estando vivo. Basta con escuchar la versión que Oldfield regrabó a comienzos de este siglo para apreciar que, con todas sus cortinillas y su producción artificial, hace sonar la música de aquel viejo vinilo como si hubiese sido compuesta en 2003. Eso mismo siento mientras escucho la versión dulzona que ha grabado la Royal Philharmonic Orchestra para este 50 aniversario, que Tubular Bells es una obra atemporal y que puede resistir casi cualquier ocurrencia que lleve su nombre o su logo.

Yo empecé a conocer la música de Mike Oldfield en la Navidad de 1994 a 1995, cuando me regalaron el CD de The Songs of Distant Earth. Me gustó de primeras pero no le hice mucho caso. Después, por curiosidad, un buen amigo del instituto me grabó en casete Tubular Bells II (recordaba aquel tema con gaitas que estuvo en la lista de Los 40 Principales) y empezó la verdadera fiebre. Nunca había escuchado nada parecido. En realidad, ni siquiera imaginaba que podía existir algo así y me lo había estado perdiendo toda mi vida. Me lo bebí una y otra vez hasta memorizar cada nota. El Tubular Bells original cayó en mis manos poco después, ya que por entonces no era fácil de localizar en los comercios de provincias. Creo que no llegué a apreciar Tubular Bells en su verdadero esplendor hasta algún tiempo después, y aunque sigo pensando que Mike Oldfield subió el listón con Ommadawn, entiendo perfectamente que Tubular Bells seguirá siendo su obra imprescindible por antonomasia, un icono asociado a su nombre del que, a diferencia de lo que suele ocurrir en estos casos, su autor nunca ha renegado. ¡Felices 50!

domingo, 21 de mayo de 2023

Dead Can Dance - DIONYSUS


ACT I
1. Sea Borne (6:44)
2. Liberator of Minds (5:20)
3. Dance of the Bacchantes (4:35)

ACT II
4. The Mountain (5:34)
5. The Invocation (4:56)
6. The Forest (5:04)
7. Psychopomp (3:53)

No es que sea una novedad (es de 2018), pero por el momento es el último álbum de los australianos Dead Can Dance, grupo que se mueve entre el culto de unos pocos "elegidos" y lo totalmente legendario, según a quién le preguntes. Creo que solo he comentado antes dos álbumes del dúo, no consecutivos y con muchos años de diferencia, y tengo que admitir que su discografía es una de mis asignaturas pendientes más atractivas. Algo me dice que me va a encantar escuchar toda su obra paso a paso y profundizar en ella, pero el picoteo que he realizado me deja un poco confundido. No es que me pille por sorpresa que bajo un único nombre se hayan publicado temas extraordinariamente distintos entre sí, pero en este caso el contraste es extremo. Comparemos las oscuras canciones de pop-rock gótico de sus primeros álbumes con algo tan telúrico, atmosférico y atemporal como el famoso cántico de The Host of Seraphim. Tengo que ponerme muy en serio con esto.

Dead Can Dance: Lisa Gerrard y Brendan Perry. De su página oficial.

El caso es que Dionysus se me presentó por casualidad entre las sugerencias que genera el dichoso algoritmo de YouTube que ha destruido la música popular actual, donde a otros con menos suerte les aparecen reguetoneros gangosos y señoras en tanga. Dionysus es un álbum conceptual que explora el arquetipo de Dioniso a través del tiempo y en diferentes contextos culturales. Dioniso o Dionisos era el dios del vino, la fertilidad y el éxtasis religioso, encarnación simbólica del carpe diem, del abandono a los placeres. No es que toda la parafernalia de world music que manejan aquí Lisa Gerrard y Brendan Perry responda exactamente a la manera en que los antiguos griegos adoraban a su dios más festivo, ya que los instrumentos nos remiten a diferentes cultos al mismo que se fueron filtrando en culturas de la Europa balcánica, el Mediterráneo oriental y el norte de África. Seguramente, algunas de estas gentes ni siquiera tenían conciencia de que determinado rito suyo tenía sus orígenes en el panteón olímpico, pero al fin y al cabo todas las civilizaciones han celebrado de algún modo rituales relacionados con lo dionisíaco frente a lo apolíneo, el éxtasis de lo carnal frente a lo comedido y reflexivo. Indirectamente, hay celebraciones perfectamente dignas de Dioniso incluso en América. No por cualquier razón hay una máscara mexicana en la portada.

Dionysus no busca ser un documento estricto de música étnica como a veces lo son algunos álbumes -por ejemplo- de la discográfica Real World, ya que el enfoque de Dead Can Dance tiende al efectismo y la grandilocuencia sonora, logrados al difuminar los elementos diversos que conforman el sonido de la obra para integrar un todo indefinible al servicio del estilo -cambiante- del dúo. Ni siquiera hay un gran lucimiento vocal de Gerrard y Perry (parece que el segundo tiene más peso en este álbum), sino que prefieren volcarse en los ritmos potentes que invitan al movimiento, en las texturas y en el original uso combinado de un amplio abanico de instrumentos: el birimbao brasileño, la balalaika rusa, la gadulka búlgara, percusiones tradicionales turcas e iraníes, etc.

La primera mitad (Acto I) de Dionysus.

La impronta general que deja el álbum, al menos tras las primeras escuchas, es el de una algarabía pagana y colorista dividida en dos partes por aquello de ajustarse a la versión publicada en vinilo. En las ediciones físicas del disco, de hecho, éste solo contiene una pista de audio por cada "acto", a modo de doble suite. Algún crítico considera que Dionysus puede entenderse como si se tratase de un oratorio vanguardista y multiétnico, y estoy bastante de acuerdo. No hay ningún tema que suene como especialmente protagónico, ya que la estructura del álbum se sostiene integrando los cortes como partes de un todo unificado. Y, siendo la primera parte del álbum básicamente instrumental, no hay un momento estelar para las voces de Gerrard y Perry hasta el comienzo de la segunda suite, en el tema The Mountain, en el que desarrollan un cántico en un idioma inventado. Hay más voces en The Invocation, aunque no son las de los integrantes del grupo. Volvemos a escuchar a ambos en The Forest y Psychopomp, pero, como en todo este segundo acto, el componente instrumental y rítmico convierten a las voces en un elemento no tan imprescindible. El concepto del álbum, que Brendan Perry estuvo elaborando durante dos años, está por encima del lucimiento de sus vocalistas.Es un poco breve para la capacidad del soporte físico actual (36 minutos y pico), pero se escucha de un tirón por la belleza de la producción y su carácter evocador, muy cinematográfico. 

Gustó en su momento tanto a los fans como a los críticos, y a día de hoy entiendo que las expectativas de cara a un nuevo lanzamiento de estudio deben ser altas. Intentaré estar un poco más al día para cuando llegue.

lunes, 15 de mayo de 2023

Joe Meek: cuando el productor se convirtió en la estrella.

Joe Meek (1929-1967)

En la anterior entrada hablábamos de Telstar, aquel éxito instrumental de The Tornados de 1962, y mencionamos a su productor Joe Meek como visionario. Vale que Telstar es ya por sí mismo un tema original y relativamente adelantado a su tiempo ("relativamente", por el uso de equipamiento electrónico aplicado al pop y no tanto por la idea de la ingenua banda instrumental como de orquesta de salón de baile), pero habría que escuchar el álbum más personal que realizó Joe Meek, y que nos da una idea de las cosas que pasaban por la cabeza de este señor, para bien y para mal. Se trata de I Hear a New World ("Oigo un mundo nuevo"), que iba a publicarse en 1960 pero que no vio la luz hasta 1991.

Portada de I Hear a New World.

I Hear a New World es una bizarrada como una catedral, la clase de música mainstream anglosajona nada contestataria que se hacía a finales de los años cincuenta, pero mezclada en una licuadora con alocadas ensoñaciones de ciencia ficción de la época que convierten el álbum en una rara avis adelantada una década a la psicodelia más hardcore que estaba por venir. Es la clase de disco que el aficionado a lo heterodoxo no debe dejar pasar, pero que -desde el total respeto a sus autores (Joe Meek y la banda The Blue Men)-, es difícilmente comprensible, no sé si disfrutable, si uno no está muy metido en el contexto de la época y en la psique abismal del propio Meek..

I Hear a New World, al completo.

No se puede decir que nuestro protagonista fuese un hombre corriente con la clase de inquietudes que tiene cualquier fulano de tal, pero tampoco quiero reproducir la cantidad de neuras que recoge sobre Meek la Wikipedia, más que nada porque algunas son tan extravagantes que parecen pura especulación. Lo podemos resumir en que tenía muy serios problemas mentales entre los que había manía persecutoria por miedo a que alguien hiciese pública su homosexualidad y paranoias de tipo conspiranoico. Entre ellas, había una con marcianos que leían su mente. No sé hasta qué punto las tribus de alienígenas que cantan en I Hear a New World con voz aflautada eran una fantasía creada para el álbum o un verdadero testimonio de lo que Meek creía escuchar en el silencio de su apartamento.

Un pequeño documental sobre las técnicas de grabación de Meek.

Formado como técnico de radar en el ejército y aficionado al aparataje eléctrico desde la infancia, Meek trabajó durante sus años más creativos en una vivienda de tres pisos encima de una tienda de peletería en el barrio residencial de Islington, en Londres. Se paseaba por el edificio haciendo ruidosos experimentos que molestaban a sus vecinos, buscando con medios caseros un nuevo enfoque del trabajo del productor que, más que simplemente orientado a garantizar fidelidad y nitidez al soporte de audio, él concebía como una aportación esencial a la música grabada. Veía al productor musical, por así decirlo, como un último filtro creativo a través del cual la música adquiría personalidad de cara a su publicación. El productor ponía su firma en lo que publicaban los artistas con los que trabajaba.

Joe Meek con los Tornados.

Esto, como ocurre en el ejemplo perfecto que es Telstar, puede llevar a una concepción un tanto intrusiva del productor que alcanzaría su cúspide con el trabajo del archirrival de Meek, Phil Spector, en el Let It Be de The Beatles, al que aplicó a bocajarro su popular técnica del "wall of sound". El productor llega a modificar tanto la obra original de los músicos que el producto final no se parece mucho a lo que éstos querían lograr en un principio. Por supuesto, con los años se ha logrado una interacción mucho más fluida, coordinada, entre músico y productor, de manera que ambos queden satisfechos con lo grabado, o incluso seleccionando el primero al segundo con plena conciencia del barniz que quiere que se aplique a sus obras. 

Lo que hacía Joe Meek era más experimental que puramente efectista, pero la semilla del productor estrella se siembra aquí y la planta crece y crece hasta nuestros días. Meek era un músico más que un técnico, sobre todo porque obras como ese I Hear a New World llevaron su labor mucho más allá de lo que corresponde a la mera ingeniería de sonido. Seguramente estaba destinado a volcarse plenamente en sus propias obras y no tanto en las de otros, quizá como lo harían los grandes productores de décadas posteriores (pongamos a Alan Parsons como ejemplo).  

Joe Meek entre trastos.

Debió afectarle enormemente el pleito por plagio que le pusieron por Telstar, que según su acusador se parecía demasiado a la BSO de la película Austerlitz. El 3 de febrero de 1967, Joe Meek mató a su casera y después se pegó un tiro con el arma que le había quitado precisamente a uno de los Tornados. Tres semanas después, y tras no haber recibido royalties por Telstar en años a causa de la acusación de plagio, se resolvió el juicio a su favor. En su estudio se encontró una cantidad ingente de material inédito que desconozco si ha llegado a publicarse en su totalidad. No han faltado homenajes a Joe Meek por parte de músicos de toda índole, a veces un poco crípticos, e incluso se han representado obras teatrales sobre su vida. Supongo que en España no es un personaje demasiado conocido, pero en el mundo anglosajón es una especie de artista maldito, de culto, una figura decisiva cuya aportación sigue siendo objeto de estudio.