Escribo con un nudo en la garganta.
El martes de madrugada murió Vangelis en París, parece que a causa de complicaciones por el Covid-19. Creo que es la primera vez en mi vida que muere uno de mis ídolos absolutos. Vangelis ha formado parte de mi mundo desde mediados de los años noventa, cuando un amigo me prestó un casete mal grabado con la BSO de 1492: Conquest of Paradise y aquel sonido hizo que mi imaginación explotara. He coleccionado sus discos, esperado con ilusión cada nueva obra, disfrutado con total abandono de una música que solo puede ser definida como la obra de un genio.
Porque Vangelis era un genio en el sentido más básico y elemental del término, la clase de músico que ya ofrecía recitales con composiciones propias en su infancia, que era capaz de improvisar (ante testigos) melodías memorables que después pasaban a formar parte del núcleo duro de la cultura popular, que lo mismo ganaba un Oscar que era elegido por la NASA y la ESA para enviar su sonido a Marte, a Júpiter o a un misterioso cometa. Su importancia en la música instrumental de finales del siglo XX y comienzos del XXI es la mayor imaginable. En una época en la que la opaca música clásica contemporánea ha ido perdiendo cada vez más el favor del público masivo, Vangelis Papathanassiou la reinventó mediante la electrónica y los sintetizadores, sutilmente pero con audacia, a través de lo que entonces se consideraba música psicodélica, avant-garde, rock progresivo y free jazz. Es el artista que mayores cotas de popularidad y admiración crítica ha logrado jamás en el campo de la música realizada con sintetizadores. El músico electrónico más importante de todos los tiempos.
La discografía de Vangelis (compositor, teclista y percusionista), observada en su conjunto, lo deja a uno pálido. Es el creador de las atmósferas brumosas de L'apocalypse des Animaux (1973), de los impresionantes sonidos cósmicos de Albedo 0.39 (1976), del himno oficioso del deporte que es Chariots of Fire (1981) y, por supuesto, de esa banda sonora tan fascinante que contribuye como ningún otro elemento artístico a que Blade Runner (1982) sea uno de los grandes clásicos del cine de todos los tiempos. Y es el autor de otras maravillas como Heaven and Hell, Spiral, Opera Sauvage, Antarctica, Direct, Voices o El Greco. Incluso aquellos álbumes experimentales que él mismo terminó menospreciando (Beaubourg e Invisible Connections) tienen algo especial e inexplicable. También están ahí sus maravillosas colaboraciones con el cantante Jon Anderson, la soprano española Montserrat Caballé y su compatriota griega Irene Papas.
Deja atrás infinidad de álbumes de estudio y bandas sonoras para ficción y documentales, piezas para teatro, ballet, performances de danza, exposiciones, galerías de arte y pasarelas de moda, e incluso numerosos álbumes inéditos o descatalogados que, esperemos, acaben viendo la luz algún día. No se sabe muy bien, por otra parte, a qué seres queridos deja atrás, ya que siempre ha conseguido mantener su vida privada lejos de los medios. Además de su esposa Laura, no sabemos a quién quería Vangelis, pero sí sabemos que somos millones quienes le amábamos a él. Por tantas experiencias, por tanto placer puro dirigido en línea recta desde su mente y sus manos hacia nuestros espíritus.
En algún lugar del cielo, no sé si en el paraíso beatífico de las religiones mayoritarias, en el espacio infinito por el que viaja un asteroide con su nombre, o más bien en un nuboso olimpo de dioses, héroes y titanes, ahora zumba suavemente un teclado Yamaha.
Descansa en paz, amigo. Y muchas gracias por todo lo que nos has dado.