viernes, 24 de mayo de 2013

Tubular Bells cumple 40 años.

Sin Tubular Bells no existiría la mayor parte de álbumes que hemos comentado en este blog. Sin Tubular Bells, seguramente no existirían ni los géneros a los que pertenecen, o por lo menos no habrían sobrevivido hasta nuestros días. Hace unos 20 años que sé de la existencia de Tubular Bells, y soy consciente de que esta es una de las obras musicales que han cambiado mi vida, no solamente porque conozco a la perfección cada una de las notas que integran sus casi 50 minutos, sino porque, gracias a la imposible maravilla que logró Mike Oldfield en 1973, todos los estándares que conocía sobre la perfección en la creación artística de cualquier tipo subieron varios enteros. Después de escuchar Tubular Bells, tu grado de exigencia al escuchar otra obra musical aumenta considerablemente.

Portada levemente retocada para la reedición de 2009. Pinchar para ver a un tamaño gigantesco.

En su momento, dediqué una larga entrada a comentar el álbum en el habitual formato de crítica que suelo ofrecer por aquí, aunque era consciente (y hoy lo soy más) de lo difícil que es analizar un trabajo de su trascendencia popular. En próximas entradas realizaremos un recorrido por diversos aspectos que rodearon el nacimiento y evolución posterior del disco, aunque este es un momento perfecto para volver a escucharlo. Personalmente, debo decir que he escuchado tantas veces Tubular Bells que -tal como bromea su mecenas original Richard Branson en una reciente entrevista- siento que mi familia me va a echar de casa si lo pongo otra vez. En cualquier caso, este álbum más que cualquier otro que conozco posee la capacidad de reciclarse para nuestros sentidos cada vez que se escucha. Cada audición es una nueva experiencia tan difícil de convertir en rutina como tener una montaña rusa en el jardín para montar cuando se quiera, y creo que eso se debe a que Tubular Bells contiene tal cantidad de sensaciones musicales, tal riqueza compositiva y amplitud de tonalidades (¡y todo ello tan fascinante!) que funciona como una sucesión de pequeñas ventanas a la imaginación, algunas de las cuales son tan sutiles que permanecen escondidas durante años, esperando a una nueva ocasión para hacerse notar, aguardando seguramente a que seamos capaces de encontrarlas.

Mike Oldfield tenía gran parte de Tubular Bells en la cabeza a la edad en que los chavales de hoy siguen en la E.S.O.

Tenía un compañero en la universidad que aseguraba haber sufrido una etapa obsesiva en la que, con ocho o nueve años, se encerraba a escuchar compulsivamente Tubular Bells en su armario. Ya desde un principio, el álbum fue capaz de seducir por igual a todo tipo de aficionados sin importar edades, niveles culturales o gustos musicales. Tubular Bells no tiene género, ni edad, ni siquiera un público objetivo al que dirigirse. Hay quien lo considera un disco oscuro y quien lo entiende desde la luminosidad, aunque sigue resultando una obra un tanto opaca (o todo lo contrario) si nos empeñamos en racionalizar su magia. Su misterio sigue tan vivo como el primer día, aunque quizá sí que tenía fecha de caducidad a causa del carácter artesanal de su grabación, condicionada por los medios de la época; y sin embargo le ha ocurrido como a ese queso azul de sabor fuerte. Cuanto más moho tiene mejor sabe.

Siempre en el ojo del huracán después de muchos años de reediciones, regrabaciones y secuelas, Mike Oldfield jamás ha renegado del trabajo que lo lanzó a la fama mundial. Tubular Bells ha pesado como una losa sobre una carrera que ha dado otras obras maestras incomparables, pero Oldfield ha demostrado tener el temple suficiente para mantener la cabeza bien alta y decir "esto lo he hecho yo", y sobre todo para continuar evolucionando como músico durante las cuatro décadas transcurridas. En cualquier caso, a estas alturas estaremos de acuerdo en que, sin negar un ápice de sus méritos personales al autor, Tubular Bells ya nos pertenece un poco a todos. Tiene 40 años y sigue estando de muy buen ver.

La primera parte de Tubular Bells. No me canso.

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