1. The Post War Dream (2:55)
2. Your Possible Pasts (4:23)
3. One of the Few (1:24)
4. The Hero's Return (2:42)
5. The Gunner's Dream (5:20)
6. Paranoid Eyes (3:33)
7. Get Your Filthy Hands Off my Desert (1:17)
8. The Fletcher Memorial Home (4:10)
9. Southampton Dock (2:13)
10. The Final Cut (4:43)
11. Not Now John (4:56)
12. Two Suns in the Sunset (5:22)
The Final Cut (1983) no es ni un disco que me apasione especialmente, ni tampoco la clase de álbum que, aun habiendo incluido el rock progresivo entre los géneros del blog, parece hecho para parecer por aquí. La verdad es que en la última entrada sobre Pink Floyd alguien me retó a abordarlo, y yo suelo aceptar cualquier desafío. Al final he tenido la sensación de que, al retornar a aquel álbum "maldito", he sido capaz de verlo con más indulgencia. Siendo un trabajo de un grupo capital, no quiero cometer el error de ir de perdonavidas.
The Final Cut es, en efecto un álbum maldito, y por muchas razones. Es cierto que una banda tan augusta como Pink Floyd ha logrado convertir discos de los que ellos mismos renegaron (pongamos Atom Heart Mother) en clásicos indiscutibles, y que otros con aura de tiro errado (pongamos Animals), han terminado por ser obras de culto, favoritos entre los entendidos pese a que en su día no terminaron de cumplir con las expectativas. Con The Final Cut todo esto no ha sucedido del mismo modo, ya que sus maldiciones son más profundas. Estamos hablando del álbum que se publicó como secuela (in)directa del apoteósico The Wall (1979), una obra que en popularidad ya era peligrosamente imbatible; del álbum para el que un tiránico Roger Waters se deshizo del fundamental Rick Wright, ninguneo artístico incluido; del álbum, en fin, en el que una banda ya deshecha y cuyos miembros tenían muchas más cosas en que pensar, se volcaron para intentar conseguir un último destello de fama y fortuna.
La iconografía a base de soldados apuñalados por la espalda es obra de Storm Thorgerson y su gente,
como siempre, pero no la portada, que es un diseño de Roger Waters.
La trayectoria de Pink Floyd, vista en retrospectiva, es casi un pequeño milagro. Estamos hablando de un grupo muy potente de finales de los sesenta que perdió a su líder carismático Syd Barrett en el momento en que rozaban, sobre todo gracias a su magnética persona, el aura de muchas leyendas musicales de la edad dorada del rock. Pensemos que, de alguna manera, y permítaseme la comparación, es como si The Doors hubiesen perdido a Jim Morrison, Queen a Freddie Mercury, U2 a Bono, los Beatles a Lennon y McCartney, todos con apenas un solo álbum en el mercado y una dirección creativa todavía a medio definir. ¿Qué hace un aclamado grupo emergente cuando su alma artística desaparece de un día para otro? En el caso de Pink Floyd, anduvieron renqueando durante años, casi siempre experimentando, mientras eran uno para todos y todos para uno y lograban que su banda no solo tuviese una identidad propia, sino que definiese de un modo decisivo muchos de los géneros protagonistas de décadas posteriores, desde el art rock y el rock progresivo hasta el oscurantismo indie post-grunge.
Las amapolas ("poppies") son un símbolo en Inglaterra para recordar a los caídos en combate.
El caso es que, si hasta la primera mitad de los setenta se comportaron como auténticos mosqueteros, dando a luz a sus títulos definitivos The Dark Side of the Moon (1973) y Wish You Were Here (1975), desde la época de Animals (1977) estaba Roger Waters intentando sacar la cabeza, cosa que a largo plazo no podía funcionar en una mente-colmena como la de Pink Floyd. No creo que Rick Wright, Nick Mason y David Gilmour tuviesen ningún problema con la habilidad de Waters para escribir letras profundas y atractivas, porque al final cada uno debía dar lo mejor de sí mismo. Pero este desequilibrio creció y creció hasta que The Wall adquirió a todas luces tintes individualistas. El célebre doble álbum es en esencia una exagerada y semi-ficcionalizada autobiografía de Roger Waters convertida en ópera rock. Poco hay que decir del éxito del álbum y la monumental gira que lo siguió, y aquello fue entendido -y temo que no solo por el propio Waters- como un "os lo dije" del desgarbado bajista, que creyó tener carta blanca.
Con el deseo de satisfacer la imperiosa demanda popular de un nuevo trabajo de Pink Floyd, Waters tiró de archivo para reciclar mucho del material descartado de The Wall, centrado sobre todo en la figura de su padre, aquel soldado tratado como un peón en una batalla absurda, y que murió mucho más por la traición de su propio país que por el ataque del enemigo. La idea inicial era publicar todo aquello expresamente como una colección de descartes de The Wall (Spare Bricks, "Ladrillos sueltos", se iba a llamar), y hasta se barajó su uso como material para la banda sonora de la película de Alan Parker, pero se optó por hacer algo con entidad propia.
El concepto de The Final Cut iba a ser, como indicaría el título secundario del disco, "Un réquiem por el sueño de posguerra". Es bien conocido que, pese al orgullo victorioso de Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial, los destrozos del bombardeo alemán dejaron a la luz la situación de miseria social en la que vivían muchas familias, todavía a aquellas alturas demasiado parecida al mundo alienante, hipócrita y clasista de la Inglaterra victoriana. No solo le costó la derrota electoral a Churchill, sino que durante varias generaciones se vivió la incertidumbre de cuándo el Reino Unido sería capaz de lograr una situación de verdadera justicia social que siempre parecía a la vuelta de la esquina. La llegada al poder de Margaret Thatcher terminó de dar al traste con aquel sueño optimista de la posguerra, a base de austeridad, represión, miserables recortes educativos y servicios básicos precarios.
El concepto de The Final Cut iba a ser, como indicaría el título secundario del disco, "Un réquiem por el sueño de posguerra". Es bien conocido que, pese al orgullo victorioso de Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial, los destrozos del bombardeo alemán dejaron a la luz la situación de miseria social en la que vivían muchas familias, todavía a aquellas alturas demasiado parecida al mundo alienante, hipócrita y clasista de la Inglaterra victoriana. No solo le costó la derrota electoral a Churchill, sino que durante varias generaciones se vivió la incertidumbre de cuándo el Reino Unido sería capaz de lograr una situación de verdadera justicia social que siempre parecía a la vuelta de la esquina. La llegada al poder de Margaret Thatcher terminó de dar al traste con aquel sueño optimista de la posguerra, a base de austeridad, represión, miserables recortes educativos y servicios básicos precarios.
El holocausto nuclear es otro tema tratado en The Final Cut, en concreto en el escalofriante
tema Two Suns in the Sunset ("Dos soles en el ocaso").
La gota que colmó el vaso, para Roger Waters al menos, fue la intervención británica en las islas Malvinas, donde con la excusa de defender territorio soberano frente a la invasión de la entonces dictatorial Argentina, se llevó a cabo un despliegue militar exagerado y una subsiguiente carnicería humana. Se pretendía elevar la moral del pueblo inglés a base de bravuconadas bélicas, pero todos sabemos que aquel movimiento nunca ha contado con gran apoyo popular, ni siquiera dentro del Reino Unido, pese al entusiasmo inicial. Waters terminó por unificar la tragedia de su padre, el malestar de los soldados veteranos supervivientes, la amarga posibilidad de aniquilación nuclear en la Guerra Fría, que no vivía buenos momentos con la administración Reagan, y la profunda decepción con el gobierno británico de Thatcher... todo para dar forma a esta obra que nos ocupa, ambiciosa, profunda y con un verdadero calado intelectual, pero en extremo pesimista y artísticamente discutible en varios aspectos.
Cuando David Gilmour se quejaba de que un nuevo LP de Pink Floyd merecía algo más que las sobras del LP anterior, Waters le miraba a los ojos, le daba la razón y le preguntaba si había compuesto algo, si tenía algo mejor que aquel puñado de canciones, y Gilmour bajaba la mirada y admitía que no, que estaba en sequía creativa. El único tema de The Final Cut firmado por Gilmour y Waters, Not Now John, es bastante olvidable, y eso que llegó a publicarse como single del álbum. Richard Wright no tuvo nada que aportar, pues fue sustituido por Michael Kamen a los teclados (se acabó el sonido cósmico de Wright) y a la batuta de la National Philharmonic Orchestra. Nick Mason fue "el hombre que nunca estuvo allí", porque pese a hacer un buen trabajo de batería, qué menos, estaba demasiado ocupado en su divorcio como para aportar nada original al álbum.
Portada de Not Now John. Otra preocupación de Waters en la época era el fiasco de la industria naval británica.
Ahora los buques de la Royal Navy se fabricaban en Japón.
Lo peor de todo es que ni siquiera Roger Waters acabó de estar satisfecho de su trabajo, ya que terminó admitiendo que Gilmour tenía razón: había demasiados temas mediocres, de relleno, en The Final Cut, y ni siquiera le gustaba cómo sonaba su voz, quizá más propia de un actor de que un cantante, en todo caso la de un cantautor, a menudo patética frente al poderío sinfónico de la orquesta al fondo. Aun así, encontramos muy buenos temas en The Final Cut. Yo me quedo con la inicial The Post War Dream, la homónima The Final Cut y, sobre todo, la genial The Fletcher Memorial Home, en la que Waters propone construir un asilo -con el nombre de su padre, Fletcher- para estadistas traidores donde éstos puedan agotar en soledad sus ínfulas de grandeza, justo antes de ser ejecutados al estilo Auschwitz.
Vídeo de The Fletcher Memorial Home, subtitulado en español (latino).
Tampoco son horribles otros cortes como Your Possible Pasts o Not Now John, y en general, aun con los rellenos, la experiencia musical merece la pena. Ayuda a ello un trabajo excelente del ingeniero James Guthrie y el novísimo sonido tridimensional holofónico aplicado al álbum, cuya nitidez y efecto envolvente son una pasada. Pero The Final Cut es muy dudosamente un verdadero disco de Pink Floyd, ya no por la ausencia de Wright (el grupo ya había sobrevivido sin Barrett) ni por el protagonismo creativo de Waters, sino porque es una obra crepuscular, derivativa, muy coyuntural y con un sonido ya nada cósmico, ya nada prog, ya nada art-rock, que ni la lógica evolución de la banda terminaba de justificar.
Todos la mataron y ella sola se murió.
Y funcionó bien a nivel de ventas, pese a que la crítica, salvo excepciones, lo vapuleó. La disolución de la banda fue inevitable, impulsada también por el hecho de que todos sus miembros estaban lanzando álbumes en solitario desde mucho antes. Sabemos que la lucha en los tribunales fue encarnizada, sobre todo cuando Mason y Gilmour decidieron mantener la franquicia Pink Floyd al margen de Waters. Hubo que decidir qué temas podría seguir interpretando cada cual, y al final, a grandes rasgos, la cosa quedó en que The Wall pertenecía solo a Roger Waters con la excepción de cuatro temas en los que intervinieron otros ex-compañeros. Nadie se peleó por The Final Cut, cuya autoría era más que obvia, y que al resto de miembros les daba un poco igual. Pese a todo, es un álbum de Pink Floyd y eso lo hace imprescindible.
A continuación, cuelgo la minipelícula promocional que se lanzó junto al disco, también subtitulada.
A continuación, cuelgo la minipelícula promocional que se lanzó junto al disco, también subtitulada.
Y me reservo algún detallito para que vayáis a nuestro espacio en Facebook.