domingo, 27 de abril de 2014

Rodrigo Rodríguez - SHAKUHACHI MEDITATIONS


1. Eleven Waterfalls (4:25)
2. Sunyata (3:14)
3. Chaniwa (5:34)
4. Kyuden No Kurayami (4:07)
5. Lady of the Snow (2:02)
6. Peace Bell (3:26)
7. Cross of Light (3:33)
8. Shinkantaza (3:10)
9. Sangha (2:28)
10. Honshirabe (3:45)

Uno de los bienes que se están volviendo más caros en nuestra época es algo tan simple como el silencio. Poder estar en silencio, dedicado a alguna actividad que no conlleve gritos, ajetreos y quebraderos de cabeza empieza a ser casi un placer exclusivo. No es de extrañar que, en este contexto, también seamos cada vez más quienes sabemos valorar con justicia un tipo de música que se acerque lo más posible a la sencilla pureza del silencio apenas roto por un expresivo instrumento solista.

Antes de que Rodrigo Rodríguez se enfade pensando de qué le habrá servido tanto tiempo y esfuerzo en dominar su instrumento para que vaya yo diciendo lo mucho que me gusta el silencio, debo puntualizar: su música, o al menos la contenida en este álbum, me resulta cautivadora precisamente por saber convivir con esta deseada situación de sosiego, en un plácido diálogo sin agresividades. El silencio y la flauta japonesa shakuhachi de Rodríguez no echan un pulso, sino que se acarician amorosamente, siendo las piezas musicales de este Shakuhachi Meditations (2010) auténticos brotes de iluminación artística surgidos de la pura quietud.

Rodrigo Rodríguez, en una imagen promocional de su último disco. 

No en vano, es fácil darse cuenta de que gran parte de los aspectos tradicionales -rituales, a veces- de la cultura japonesa conllevan en mayor o menor medida un retiro de los estruendos de cada día. La práctica de ejercicios de relajación al aire libre o la clásica ceremonia del té (curiosidades turísticas bien conocidas en Occidente) resultan doblemente fascinantes en este sentido precisamente porque sobreviven a una cultura de la masificación y el acelero cotidiano que en el "país del sol naciente" ha alcanzado cotas casi absurdas.

Al Japón íntimo, sosegado y amante del silencio, nos retrotrae este álbum de Rodrigo Rodríguez realizado únicamente a base de solos de flauta shakuhachi. Los temas fluyen de un modo muy natural, desarrollando algo que está entre la música y (prácticamente) el lenguaje hablado, todo ello perfectamente equilibrado para no caer ni en la estridencia ni tampoco en la simple "música de relax" homeopática. Es como si cada una de las melodías que ocupan el disco fuesen pequeños insectos que saliesen de sus crisálidas y volasen vacilantes sobre nuestras cabezas para perderse de nuevo al concluir sus efímeras vidas tras unas cuantas piruetas aéreas. Si atendemos a la tradición del instrumento en cuestión, nos encontramos que la flauta shakuhachi era la herramienta de meditación y "canalización" zen que utilizaban los antiguos monjes Komuso, hoy desaparecidos. Los temas contenidos en este trabajo, extremadamente simples y cargados de espiritualidad, encajarían bastante bien con la clase de tema musical, el honkyoku, que interpretaban estos clérigos mendicantes.

Los monjes komuso cubrían su cabeza con un canasto, en señal de renuncia al ego. 

Tuvimos aquí por primera vez a este músico hispano-argentino cuando comentamos su excelente The Road of Hasekura Tsunenaga (2013) y tuvo a bien volver a contar con nosotros para dar a conocer la música recogida en este trabajo algo más antiguo. Ha sido un placer volver sobre sus pasos. Sirvan estas últimas líneas para agradecerle no solamente su confianza, sino también los buenos momentos que he pasado (otra vez) gracias a este trabajo. Cerramos con un par de cortes, los dos primeros, de Shakuhachi Meditations.


domingo, 20 de abril de 2014

Miklós Rózsa - BEN-HUR


Enlazo aquí con la página Soundtrack collector, donde puede consultarse una completa lista con ediciones discográficas del álbum, e incluso otros álbumes que contienen piezas aisladas del mismo.

Después de unas pequeñas vacaciones (más mentales que de cualquier otro tipo), regresamos con un trabajo musical en cuyo análisis llevo pensando bastante tiempo, años incluso, casi siempre que se acerca la época de las torrijas y el incienso. Se trata de la banda sonora original de la película Ben-Hur (1959), clásico entre los clásicos del "peplum", y cada día más el equivalente pascual de la navideña ¡Qué bello es vivir!. En pocas ocasiones he comentado películas de cine clásico, casi siempre optando por quedarme entre obras más actuales y con tintes más experimentales. Sucede, sin embargo, que una obra de tamañas proporciones y trascendencia merece de sobra figurar en un blog que, aun muy modestamente, aspira a ofrecer una visión panorámica de los planteamientos musicales más creativos y enriquecedores de nuestro tiempo.

La banda sonora de Ben-Hur es considerada por muchos especialistas como la última gran obra sinfónica del Hollywood de la edad de oro, tras la cual la industria optaría por un lenguaje musical más llano, menos grandilocuente y cercano a cine europeo, más "pequeño" y artístico. Y es totalmente cierto que, salvo por honrosas excepciones que no dejan de tener tintes más o menor innovadores en la línea de Lawrence de Arabia (1962), el cine épico en general continuaría chupando de la teta de Miklós Rózsa unos cuantos años más, a menudo con el propio Rózsa tirando muy exitosamente de su propia fórmula (véanse Rey de Reyes o El Cid, ambas de 1961). Solamente con la llegada de la New Hollywood Generation y películas como Star Wars se recuperaría el pleno sinfonismo que aun hoy sigue vigente, aun con síntomas de grave deterioro. En fin, vayamos al grano.

Miklós Rózsa

Hollywood encontró entre finales de los '50 y mediados de los '60 un filón muy rentable, el de las megaproducciones históricas con repartos de campanillas. Muchas de aquellas películas, no necesariamente magistrales pero casi siempre de muy alta calidad, se rodaban a menudo fuera del territorio estadounidense, en lugares "exóticos" y un poco atrasados -entonces- como España o Italia, donde podían contratar miles de extras baratos para rodar secuencias con ejércitos, batallas, desfiles triunfales, etc. Por lo general, los actores y actrices de la época eran poco menos que propiedad de las productoras, los guionistas eran currantes de tres al cuarto y, en general, todo estaba tan estandarizado que incluso las bandas sonoras tenían resonancias muy parecidas. Mentiríamos si dijésemos que Ben-Hur fue la primera película en la que sonaron fanfarrias de trompeta para saludar al César o con rutilantes adagios para subrayar encuentros amorosos (en una línea parecida anduvieron las partituras de Los Diez Mandamientos, de Elmer Bernstein, o Quo Vadis, también de Rózsa) pero sí es de justicia señalar el título que nos ocupa como el máximo exponente de aquel estilo compositivo. Una obra musical, por cierto, absolutamente exquisita incluso en su escucha aislada como álbum.

Miklós Rózsa (1907-1995) fue uno de los muchos músicos centroeuropeos de formación clásica que por aquel entonces, tras numerosos periplos y etapas de aprendizaje, terminaron aterrizando en Hollywood para engrosar el gremio de compositores para el cine. Nacido en Budapest, Rózsa tuvo como principal padrino en el cine a un paisano, el director Alexander Korda, para quien compuso varias bandas sonoras como El ladrón de Bagdad (1940) o El libro de la selva (1942). Su prestigio ascendió con rapidez, y tras varias nominaciones al Oscar se lo llevó con Recuerda (Alfred Hitchcock, 1945) y, poco después, con Doble vida (George Cukor, 1947). Siendo ya el compositor estrella de la Metro-Goldwyn-Mayer, se le concedió el derecho de aceptar o rechazar antes que ningún otro cualquier encargo que surgiese de la compañía. En este contexto, Rózsa aceptó poner música a la adaptación que preparaba el estudio del popular clásico del general unionista Lew Wallace, Ben-Hur: A Tale of the Christ (1880), la primera novela norteamericana en superar las ventas de La cabaña del tío Tom, y solo superada -momentáneamente- por Lo que el viento se llevó. La presencia de Charlton Heston auguraba, por cierto, un bombazo en taquilla. El compositor se recluyó en una vivienda de la costa italiana para buscar inspiración, y cuando presentó su trabajo a los responsables de filme se encontraron con la que sigue siendo a día de hoy la grabación musical más larga jamás realizada para una sola película. Merecería un tercer Oscar para Miklós Rózsa, uno de los 11 que logró la película.

La portada más conocida del álbum.

¿Alguien no ha visto Ben-Hur? Craso error, porque se trata no solamente de una de las películas más espectaculares jamás realizadas, en todos los aspectos posibles, sino del perfecto ejemplo de cómo antaño se podía lograr una épica inconmensurable, desmedida, sin recurrir a efectos especiales por ordenador. La película cuenta la historia del príncipe judío Judá Ben-Hur (Heston), quien recibe la oferta del tribuno Messala (Stephen Boyd) para convertirse en su títere de cara a la dominación romana de Judea. Tras negarse, una serie de desgracias más o menos casuales pone a Judá en manos del vengativo Messala, quien lo envía a las galeras de por vida. Numerosas peripecias terminan con el héroe afincado en Roma, convertido en heredero del poderoso cónsul Quinto Arrio (Jack Hawkins), y por fin en posición de regresar a Judea para cobrarse su justa venganza sobre Messala. A su vez, la madre y la hermana de Judá han contraído la lepra, y cuando el protagonista logra derrotar al romano en una emocionante carrera de cuadrigas, solo le queda la posibilidad de acudir al misterioso predicador que está siendo torturado y crucificado en Jerusalén, en busca de un último milagro. Miklós Rózsa se encontró con la necesidad de crear todo un abanico musical que incluyese tanto las innumerables secuencias de acción y batallas como los importantes contenidos cristianos propios de la película, que tan inteligentemente fueron manejados por el director William Wyler y sus guionistas (entre ellos Gore Vidal) para lograr que el producto no pecase de ñoño o santurrón.

La complejidad de una obra musical tan extensa como esta hace muy difícil un análisis pormenorizado de todos sus elementos, de modo que me limitaré -y espero no quedarme corto- a señalar los que podemos considerar unos cuantos aspectos significativos. El primero y más evidente es la presencia de leitmotivs o temas conductores, que son melodías (algunas muy breves) referidas a personajes o sentimientos muy concretos. Por lo general, las grandes películas épicas cuentan con una destacada melodía guerrera o de aventuras y, como contrapunto, un memorable tema de corte amoroso o sentimental. Es curioso que en Ben-Hur destaque el segundo, no existiendo realmente un ejemplo claro del primero que se utilice de manera continuada. Lo que sucede es que el tema de amor es tan potente que cumple también con las funciones del primero, ya desde la impresionante obertura. Qué tiempos aquellos, en los que tanto las bandas sonoras como las propias películas tenían oberturas.

La obertura de Ben-Hur. Los pelos como escarpias.

El tema de amor aparece en numerosas ocasiones, generalmente para subrayar los diálogos de Judá y su ex-esclava Esther (Haya Harareet), unas veces dulce, otras melancólico, siempre acentuando la situación en que se encuentra la relación entre ambos personajes. Posee importantes tintes exóticos, como para no dar de lado al hecho de que la historia sucede en otro lugar y en otra época, muy concretamente en Oriente Próximo. En fin, el sentido de la maravilla o "sense of wonder" hecho música. Otra importante relación que tiene su propia encarnación musical es la amistad y la posterior enemistad entre Judá y Messala, con dos temas que Rózsa va haciendo evolucionar, haciendo más amargo el primero y dando fuerza al segundo, hasta que se funden (o más bien se confunden) en uno solo.

El tema de la amistad.

No podemos dejar de mencionar en este punto las fanfarrias de Ben-Hur, todas ellas bastante por encima de los estándares del género hasta entonces, a veces demasiado barrocas para resultar creíbles en el mundo antiguo. No es que en esta película sean muy verosímiles, pero su enorme calidad nos hace perdonar el desliz. Aun teniendo en cuenta un par de estupendas marchas triunfales (recuerdo especialmente el recibimiento del victorioso Agrio en Roma por el emperador), todo el gigantismo de Ben-Hur se despliega en la carrera de cuadrigas, en especial en la bienvenida triunfal a los carros y sus conductores. No en vano,  nuestro admirado John Williams ha recurrido a este tema como inspiración en alguna que otra ocasión.

Parade of the Charioteers.

La dimensión religiosa de la banda sonora de Ben-Hur se obtiene con el uso de coros mixtos y arreglos musicales sorprendentemente sutiles, incluso con órgano, como el que podemos escuchar en esa escena en que el anónimo carpintero de Nazaret (cuyo rostro nunca vemos) da de beber a Judá contra la voluntad de los soldados romanos. El otro extremo de esta misma línea se encuentra en la conclusión de la película, tras el milagro, cuando los coros entonan un potente "aleluya". He encontrado aquí un interesante análisis de los temas de la película en el que se señala que el tema del odio entre Judá y Messala sigue apareciendo discretamente, entrelazado con otras piezas durante las escenas de la Pasión de Jesús, en este caso refiriéndose tal vez al contraste de amor y odio extremos que supusieron tales hechos según la tradición cristiana. Gracias, Film Score Junkie.

"No hay agua para él".

El ¡Aleluya! final de Ben-Hur.

Para terminar, quiero destacar el tema -a mi juicio- más original de toda la partitura, el correspondiente a la galera en la que Judá cumple su pena a perpetuidad como remero. Un soldado golpea un tambor para indicar el ritmo que han de mantener los galeotes, y pronto la propia banda sonora se une al infernal golpeteo, llegando éste a rozar la locura durante la batalla naval. Como pieza musical no sabría decir si es más o menos meritoria, pero como perfecta (insisto: perfecta) integración de música e imágenes no tiene precio:

"¡Velocidad de ataque!".

¿Qué más podemos decir? Pues que la de Ben-Hur es con todo merecimiento una de las bandas sonoras más importantes de la historia del cine, todo un hito tanto para su época como para la evolución posterior del arte de hacer música para películas. Es cierto que aquella generación de compositores hollywoodienses (pensemos en Bernard Herrmann o Alfred Newman) aportó obras maestras con estilos y visiones musicales muy distintos entre sí, pero quizá sea posible rastrear un poco de cada uno en una partitura tan ambiciosa como esta. Existen muchísimas ediciones discográficas de esta banda sonora, aunque las más recientes contienen la práctica totalidad de su música. Yo diría que aquí no valen los resúmenes, así que me iría a por la más completa disponible. A disfrutar, en Spotify por ejemplo:

sábado, 5 de abril de 2014

Rick Wakeman - THE SIX WIVES OF HENRY VIII


1. Catherine of Aragon (3:44)
2. Anne of Cleves (7:53)
3. Catherine Howard (6:35)
4. Jane Seymour (4:46)
5. Anne Boleyn (6:32)
6. Catherine Parr (7:06)

"La seis esposas de Enrique VIII" (1973) es el título del segundo álbum del teclista londinense Rick Wakeman, además del primero en su carrera que contenía temas de creación propia. El mítico componente de Yes inició con él, ya sin fecha de caducidad, una trayectoria propia que supo compaginar solventemente con su pertenencia a la banda progresiva. En anteriores entradas he comentado los álbumes de Wakeman Journey to the Centre of the Earth (1974) y The Myths and Legends of King Arthur and the Knights of the Round Table (1975), al primero de los cuales destrocé, siendo solo un poco más benévolo con el segundo. Varios comentaristas me instaron a escuchar este trabajo que nos ocupa, y ahora entiendo los motivos.

Trasera de una edición en CD.

Tampoco es que The Six Wives me parezca la octava maravilla del mundo, pero está claro que se trata de un trabajo muchísimo más maduro (¡paradoja!) y equilibrado que aquellos otros álbumes que grabó inmediatamente después, en los que pasaba del elegante rock progresivo instrumental aquí contenido hacia algo indefinido, mitad sinfonismo electrónico, mitad ópera rock acartonada. Aunque no está exento de las opulencias virtuosistas de sus trabajos temáticos clásicos, The Six Wives mantiene en todo momento los pies en el suelo y no se anda con los desvaríos grandilocuentes y muy muy caducos de otros títulos suyos, sin duda porque Wakeman concibió su carácter conceptual como excusa para reunir en un solo vinilo una serie de piezas aisladas que llevaba elaborando desde hacía tiempo.


Se divorció de Catalina de Aragón
Decapitó a Ana Bolena
Jane Seymour murió por complicaciones tras el parto.
Anuló su matrimonio con Anne de Cleves.
También decapitó a Catherine Howard.
Catherine Parr fue su viuda.

Precisamente por eso resulta muy difícil asociar la música de cada tema con la esposa del rey inglés que le da título, aunque Rick Wakeman apunta que los cortes del álbum, en todo caso, están más asociados con evocaciones que le produce la personalidad de cada desdichada señora que con características biográficas de las mismas. No es un disco conceptual que siga unos criterios narrativos definidos (las esposas ni siquiera hacen su aparición en el mismo orden en que Enrique se casó con ellas y/o se divorció y/o las mandó matar). Más bien deberíamos ver todo ello como una divertida extravagancia, esto es, que Wakeman manejaba seis temas musicales instrumentales y les puso el nombre de estas señoras como podría haberles puesto cualquier otro. También se comenta que la idea original era incluir un tema más en el disco, correspondiente al propio Enrique VIII, que aunque no llegó a compartir soporte -por problemas de espacio- con sus esposas sí que ha sonado en conciertos bajo el título de Defender of the Faith ("Defensor de la fe").

Defender of the Faith.

Realizar una descripción detallada de cada tema es cosa complicada. La mayoría de la música del disco, al menos en una primera escucha, tiene un carácter muy fragmentario, muy libre. No queda demasiado en nuestro recuerdo inmediato, salvo pasajes aislados como el bellísimo inicio de Catherine Howard a base de piano y guitarras. Sí nos dejan huella, por ejemplo, la nerviosa energía free jazz de Anne of Cleves, los toques ominosos presentes en Anne Boleyn o los diversos insertos corales que aportan dramatismo y ambiente "de época" a las composiciones, aquí y allá. En general, Wakeman desarrolla gran cantidad de fraseados melódicos con arreglos de todo tipo y diversos ritmos, casi siempre dando la impresión de querer poner su lucimiento como maestro del teclado (todo tipo de aparatos, que conste, entre otros los entrañables Minimoog y Mellotron) por encima de un desarrollo pleno de las ideas que va esbozando. Y pese a ello, la inmensa mayoría del material musical de The Six Wives es altamente disfrutable y resulta bastante más coherente (y llevadero) en escuchas posteriores de lo que podría parecer en un acercamiento superficial. Bien.

Catherine Howard. Me puede lo melódico.

Otro punto a su favor es la presencia en el disco de prácticamente todos los miembros de la banda Yes (Bill Bruford, Steve Howe, Chris Squire, Alan White) entre los instrumentistas invitados, lo que lo convierte en un ítem obligatorio para cualquier admirador de esta formación de referencia. Desde luego, queda claro que en el caso de Rick Wakeman tendré que ser selectivo a la hora de escuchar esa inmensa mayoría de su obra en solitario que todavía desconozco. Ojalá me lleve más estupendas sorpresas como esta.